Eran los ochentas. Mi padre manejaba un VW 78, blanco, sin radio, muy austero. En él, se iba y venía de Torreón a Zacatecas como si nada, todos los fines de semana. Ahora lo hace en avión. En aquellos tiempos las carreteras de México no eran tan peligrosas. No había riesgos de toparte con una emboscada de traficantes de algo o de que te orillaran y asesinaran, a plena luz del día, tan sólo para robar tu coche o lo que llevabas puesto. Yo era la niña más feliz cuando mi papá me llevaba con él. No hay nada mejor en el mundo para mi, que un fin de semana con mi papá, viajando por la carretera, desayunando gorditas de maíz en Cuencamé, contando los camiones, platicando de aliens o de temas históricos, sus favoritos. Creo que de ahí viene mi gusto por viajar en auto, o hacer roadtrips, como le llaman ahora. Entre más largo sea el trayecto mejor para mi. Así llegué hasta Canadá un verano. Se ha convertido en un ritual preparar el auto, hacer maletas, comprar mapas, rayarlos, llevar una bitácora de gastos y de recorridos. Así también he conocido lugares inimaginables de nombres extraños, ubicados en algún lugar del mundo que nadie conoce. Ciudades perdidas, casi deshabitadas, paisajes que nadie dibuja. Me gusta imaginarme las vidas de los pocos que viven ahí, qué harán en sus ratos libres, de qué vivirán. Una vez SS, en un viaje por toda la Rivera Nayarita, me respondió: -Hacen lo mismo que nosotros Ale, pero aquí-.
Pero SS es otra historia.
0 comentarios:
Publicar un comentario