Muerte Absoluta

viernes, agosto 26, 2005

La muerte de Dios
en Muerte Sin Fin de José Gorostiza*

Pocas veces un poeta tiene en su cabeza lógica y reflexión y en su poesía delirio y ensoñación. José Gorostiza se arrastra, se vence al sueño, a la sangre. Nacido en Villahermosa, Tabasco en el año 1901; muere en la ciudad de México 72 años más tarde. Su obra, como él mismo, es más silencio que voz. Quien no lo conozca creerá encontrar al leerlo desolación y amargura en su poesía. Sólo hay una forma de acercarse a sus poemas: repasándolo, pensándolo, desentrañándolo, desmenuzando el sentido de cada palabra, de cada verso. Sólo publicó dos libros, Canciones para cantar en las barcas (1925) y Muerte sin fin (1939). En una de sus cartas Pellicer le dice a Gorostiza “En el edificio de nuestra poesía tú eres la ventana” [1], lo curioso es que Gorostiza se consideraba a si mismo, el desván, el lugar más elevado de las casas mexicana y también el más oscuro.
Gorostiza recorre despacio el cuarto oscuro de su alma, poblado de extrañas claudicaciones. Algo en Gorostiza quizá hubiera preferido ser una ventana abierta hacia el gozo de afuera. Varado en el desván de su alma, logrará años más tarde fugarse: saldrá del desván, se enamorará, tendrá hijos, volverá a viajar. Y una noche, en el insomnio, tras catorce años de silencio y unas cuantas noches de fiebre, escuchará gotear el agua de Dios escribiendo Muerte sin Fin.
Poema logrado a través de muchos sacrificios y abstenciones, parecido al movimiento del agua desbordada. Termina con una desaparición del universo que en algo nos recuerda la teoría del Big-Bang. En él, piedras, plantas, animales, estrellas, nubes, mar, todos los seres que lo componen, se convierten en un fecundo río de enamorado semen que regresa a la matriz originaria. Esto se vuelve evidente en el segundo gran movimiento del poema, el cual está animado por una ira destructiva a la que sería difícil encontrarle antecedentes en la historia de nuestras letras. De esta ira no se salvan ni sus principales figuras, ni el lenguaje que las ha hecho posibles, ni siquiera Dios.
La tesis del poema es que nosotros somos agua y Dios es un vaso, es una red de cristal que nos estrangula. La sustancia se adelgaza hasta hacerse tan cristalina que ya no refleja sino su propio reflejarse. Entonces, cae. Después de presenciar la destrucción del vaso, de Dios mismo, nos toca atestiguar la aniquilación de la forma. Ahora el poema nos avisa que la forma en sí misma no se cumple. Cuando supone la materia que ha logrado por fin un dibujo estricto, que se ha consolidado, en ese mismo instante ya está convertida en un puñado de cenizas, en un jardín de huellas fósiles. De la forma, lo que queda, es el esqueleto al que Gorostiza nombra con una metáfora despiadada: rojo timbre de alarma en los cruceros / que gobierna la ruta hacia otras formas... Dios-vaso condenado a mirarse morir en nosotros. Dios se deslumbra con vidas, amores, llagas, actos, muertes. Nunca descansa el ritmo es su norma. Dios muere en nosotros infinitamente y sin descanso. Su muerte no tiene fin.
Poema fúnebre. Canta la muerte de Dios. Canta la muerte de la conciencia humana, que es Dios también. Muerte circular, eterna, porque nunca termina de morirse
Una muerte del vaso y del agua, de Dios y de nosotros mismos sitiados en nuestra epidermis que es Dios, y Dios ha muerto, por lo tanto nosotros, sino estamos muertos, estamos desbordados fuera de nuestro vaso.

*Fragmento

[1] SHERIDAN, Guillermo. Correspondencia 1918-1928: José Gorostiza – Carlos Pellicer. Equilibrista. México 1993. pp 20.

1 comentarios:

ángel dijo...

Catorce años de trabajo fueron ls que necesitó para construir ese gran edificio verbal que sin fisuras se levanta en el horizonte de nuestra lengua, y que contiunuará de pie debajo de: "un desplome de ángeles caídos / a la delicia intacta de su peso."

Poeta y diplomático, Contemporáneo de sus contemporáneos.